Tierra de Hombres

12 octubre, 2005

"El traje nuevo del Emperador" [El Cuento]

Había una vez, en un imperio muy, muy lejano, un Emperador que todo lo tenía… y todo lo quería. Era narcisista, orgulloso, su única preocupación era él mismo, no su pueblo o las necesidades de éste, sólo quería hacer su voluntad, y pasar a la historia, ser conocido en todo el mundo, y admirado.
Un día, aparecieron en su imperio un grupo de personas que inmediatamente solicitaron verle, asegurando que a él le interesaría lo que tenían que decirle. Así, les llevaron a un ostentoso salón del trono, decorado con oro, piedras preciosas y lujosos tejidos traídos de los confines de la Tierra, para disfrute del emperador. Y allí, se arrodillaron ante la presencia del mismo, y éste les dijo:
- Bienvenidos a mi reino, tan extenso que el ojo humano no es capaz de divisar sus fronteras. Decidme, ¿qué es eso que tenéis que proponerme y tanto debe interesarme?

Entonces, de entre el grupo se levanto un hombre: no era demasiado alto, sufría alopecia, y lucía un frondoso bigote. Su voz parecía salirle del estómago, era ronca y complicada de entender, debido a su extraño acento (marcado a propósito, por otra parte), y sus ojos no inspiraban el más mínimo sentimiento de confianza en quienes ante él se encontraban. Y habló:

- Mi emperador, aquí venimos, sus humildes servidores, con el único deseo de servirle y darle lo que se merece.
- Prosigue, pues. Dime, ¿qué me ofreces?
- Nosotros, majestad, somos humildes sastres: algunos nos hemos formado en las lejanas tierras de China, otros en el Imperio Persa, otros en la Rusia de los zares… y tan sólo hemos aprendido el oficio con el interés de, algún día, poder recibir de vuesa merced el permiso para confeccionarle un traje.
- ¿Un traje? Yo ya tengo sastre, el mejor del mundo conocido. Todos envidian mis ropajes.
- No, señor, nosotros queremos ofrecerle un traje más a su medida, confeccionado todo con tela de oro, del mismo material el hilo,, y coronado con todo tipo de piedras preciosas traídas de los confines del mundo.
- ¿Un traje de oro? ¿Cómo?
- Señor, nosotros tenemos una máquina especial que nos permite transformar los lingotes de oro en finos hilos, con los cuales tejeremos sus telas, y las coseremos. Jamás la historia mundial olvidará vuestro nombre y lo bien que el traje le quedaba. Todos envidiarán su suerte.
- Ummm. Interesante. Y, a cambio de hacerme ese traje, ¿qué es lo que pedís?
- ¡¡Nada!! Mi señor. Para nosotros será un placer hacerlo, y nada pedimos a cambio. Tan sólo necesitaremos posada y alimentos, y que usted aporte parte de su oro, la más grande fortuna que jamás haya visto persona alguna, para poder elaborar los hilos con nuestra máquina.

El emperador, ante éste ofrecimiento, se echó hacia atrás, reposando en su silla, pensativo. ¡¡El mejor traje del mundo!! ¡¡Todos le adorarían y envidiarían! Esa máquina… esos sastres… ese traje… sí, él lo valía. Él y sólo él debían tener ese traje. Así, de nuevo habló:

- De acuerdo. Así sea, pues. Cierto es que soy único, y como tal, merezco pasar a la historia por mis méritos, y éste traje… sí. Ese traje todo de oro deberá ser mío.
- Así será, mi emperador – contestó otro de los sastres: no muy alto, con cara de mal genio, unas cejas imposibles que tiraban hacia arriba y no cerraban el ángulo, delgado, con un anillo negro en uno de sus dedos, u moreno-. Así será.

El emperador ordenó que a los sastres se les habilitaran las mejores estancias del palacio, y que todos sus siervos se encargaran de que no les faltara nada, y todo su pueblo se enteró de que el emperador, iba a tener en unos meses un traje único en el mundo, de un valor incalculable.
Y los sastres empezaron sus trabajos, con una extraña máquina que transformaba los lingotes de oro en hilos tan finos que eran imperceptibles al ojo humano.
Un día, llamaron al emperador y le dijeron que tenían que enseñarle la tela: acudió rápidamente, deseoso de ver por fin terminada esa obra que le haría pasar a la historia. Pero cuando llegó, el emperador no vio nada.

- ¿Cómo, majestad? No puede ser. Fíjese, está aquí la tela. ¿No ve sus brillos? ¿No ve su color? Tiene que verlo. ¡¡Imposible no verlo!!
- Majestad – dijo otro de los sastres-. Fíjese bien. El problema de ésta tela es que es mágica.
- -¿Mágica? ¿Cómo que mágica? –preguntó el emperador, extrañado-.
- Sí, majestad. Mágica. Esta tela no puede ser percibida por los ojos de la ignorancia. Tan sólo las personas inteligentes, con ideas, con futuro, y sinceras, son capaces de verla. Es por eso que estoy seguro de que usted es capaz de ver la tela.
- -Ejem, ejem- el emperador carraspeó-. Por supuesto que soy capaz de verla. ¿Quién dijo lo contrario?
- -¡¡Nadie, majestad!!

Respondió el grupo de sastres a coro. Y el emperador, palpó algo que ni siquiera veía, alabó su acabado, brillo y color, así como suavidad. Los sastres le tomaron medidas, y le dijeron que ya iban a empezar a tejerle el traje.
Y así, se fueron sucediendo pruebas, y más peticiones de oro, para tejer más telas. Y cada vez que el emperador dudaba, le recordaban que él era inteligente, que por eso podía ver el traje, y que con ese traje podría probar si sus siervos le mentían, si eran inteligentes, si le eran fieles: si no eran capaces de ver el traje, no eran los siervos que él merecía.
Y el emperador, una vez tras otra, fue llevando a todos sus ministros, asesores y secretarios a la estancia de los sastres, para probar su valía. Y todos, uno tras otro, aseguraron ser capaces de ver el precioso y único traje, y el emperador se complacía al saber de lo poderoso que iba a ser ese traje.
Y el pueblo también se enteró de lo mágico del traje nuevo del emperador, y todos ansiaban ver el traje.
Así, pasaron lo meses, los lingotes de oro, las piedras preciosas, las pruebas… hasta que un día, los sastres acudieron a la sala del trono para hacer un anuncio:

- Majestad: ya está listo el traje. Lo hemos terminado.
- ¡¡Por fin!! Voy ahora mismo a probármelo. ¡¡Llamad al retratista oficial para que me haga inmediatamente un retrato!! Que nadie olvide éste gran día…
- Un momento, majestad. A nosotros se nos había ocurrido una idea mejor.
- Hablad, pues.
- Nosotros habíamos pensado, que todo el mundo debería veros con vuestro traje, mandatarios extranjeros deberían venir a rendiros pleitesía, y jurar que os servirán eternamente. ¿Por qué no celebráis una fiesta para mostrar al mundo lo único de vuestro traje?
- Ummm- el emperador, de nuevo, estuvo pensando… tenían razón los sastres… pero él quería probarse el traje de una vez, y comprobar si podía verlo… -.
- Imagínese, majestad –prosiguió el sastre-: la más importante fiesta del mundo, siempre recordaba. Siete días con sus siete noches celebrando, todo su pueblo gritando su nombre, extranjeros venidos de las más lejanas tierras admirándole… y la eternidad recordándolo…
- De acuerdo. Que empiecen los preparativos. En dos meses, celebraré la fiesta de presentación del más bello traje del mundo.

Y así, pasaron los días. El emperador estaba tentado de ir a probarse el traje… pero cada vez que lo intentaba, alguno de los sastres le salían al paso para entretenerle con sus halagos. El pueblo deseaba ver de una vez a su emperador con el traje, y desde todos los rincones del amplio mundo conocido se dirigía gente a ver el inolvidable traje.
Y por fin llegó el gran día. Desde el alba empezaron a sonar las músicas y los trovadores a lo largo y ancho de todo el reino. El palacio estaba engalanado con telas de colores, y la gente por las calles no hacía otra cosa que hablar del asunto. El emperador acudió a la estancia de los sastres, y éstos le dijeron que le ayudarían a vestirse. Pero el emperador seguía sin poder ver la tela. Los sastres le convencieron con su palabrería:

- Majestad, esta tela le quedará bien si se quita toda la ropa. Dese cuenta de que se ciñe tanto al cuerpo, que si no se le marcará la ropa interior. De esa forma, su traje lucirá aún más, y remarcará su espléndida figura.

Dicho y hecho. El emperador se quitó toda la ropa, y se puso el traje, con la ayuda de los sastres, mientras sus ministros observaban la escena, tratando de ver el traje. Pero no lo conseguían, y eso les hacía disimular, como podían, tratando de evitar que el emperador se diera cuenta, puesto que podría tomar medidas.
Así, ya vestido el emperador, comenzó la fiesta. Se había preparado en la plaza principal del palacio una especie de pasarela por la que el emperador daría una vuelta, rodeado de su pueblo y de todos aquellos que habían llegado a admirar el traje. Y el bufón real, presentó al emperador, tras la señal de los clarines:

- Por fin ha llegado el día. Hoy, aquí, se va a celebrar un momento histórico, un momento que vuestros hijos, vuestros nietos, y los nietos de éstos, recordarán a lo largo de la historia. Jamás nadie podrá decir que no conoce la historia del traje nuevo del emperador, el más maravilloso jamás observado en la historia. Jamás nadie podrá negar la belleza, la prestancia, la importancia, y la valía del traje, así como del emperador que lo lleva. Prepárense, porque ahora verán… lo nunca visto.

De nuevo, los clarines sonaron. Y una puerta se abrió al fondo, para dar paso al emperador. Avanzaba a pasos firmes, pero cortos. Con la cabeza alta, y el orgullo del momento reflejado en su cara. Y seguía avanzando, orgulloso de que tantos miles de personas, le estuviesen en ese momento admirando, de que varios pintores de todo el mundo se hubieran acercado para retratarle y hacer así honor al momento, de que representantes de todos los reinos del mundo se hubieran acercado para presentarle sus respetos y admiración por su traje… y seguía avanzando.
Mientras, entre su pueblo, entre los mandatarios, y entre los ministros, había distintas reacciones: algunas mujeres retiraban la vista del emperador, avergonzadas. Los ministros seguían tratando de ver el traje, pero no lo lograban. Los hombres le alababan, sabiendo que quien no lograra ver el traje sería tachado de ignorante y mentiroso, y quién sabe si multado… y el emperador seguía avanzando por la pasarela.
Hasta que, de repente, llegó a un punto donde una madre estaba con su pequeño hijo en brazos, un niño vivo e inteligente, acostumbrado a decir lo que pensaba:

- Pero mamá, si va desnudo. No lleva nada… ¡¡¡se le ve todo!!!

La madre le tapó rápidamente la boca… pero ya era tarde. Todo el mundo había escuchado las palabras del niño, y tras un momento en el que nadie había sido capaz de reaccionar… se empezaron a escuchar carcajadas de uno y otro lado: el pueblo, los pintores, los mandatarios extranjeros, entre ellos alguna que otra pretendienta del emperador, los ministros, e incluso el bufón que hacía reír al emperador, ahora se reía de él. Y el emperador, de pronto, se dio cuenta de que había sido engañado por unos supuestos sastres que a esa hora, ya estarían muy lejos de palacio, con su oro, con sus piedras preciosas, y quién sabe con qué cosas más que le hubieran robado.
Y el emperador, estaba desnudo, y solo. Ni sus propios ministros acudieron a ayudarle, simplemente se rieron de él.
Moraleja: a veces, el emperador no necesita un traje nuevo, sino simplemente pensar en qué es lo que a su pueblo le hace falta. No tiene que pensar en sí mismo, sino en el conjunto de su pueblo, y mucho menos debe dejarse aconsejar por encantadores de serpientes a los que no les importa nada ni él ni su pueblo, sino simplemente sacar beneficio propio gracias a las debilidades del emperador.

1 Comentarios:

me encanta este cuentoo!! :)
Comentado por Anonymous valeen, sábado, abril 14, 2012 5:19:00 p. m.  

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